domingo, 17 de octubre de 2010

Ménage à Trois

Y murió esa noche de Tifoidea, el mal de todos los halcones, la risa muda de los helechos recalcitrantes que crecían en su espalda, haciendo la joroba más grande que haya existido jamás en ser inerte que haya pasado por Ciudad Deleble, donde vivió y donde murió, en compañía de Madame Esperanza y Lord Ignorancia, creyendo todos juntos que podía existir matrimonio alguno entre dos seres tan desiguales, teniendo en tal triangulo fatídico un elemento cuyo nombre se desconocía, el que murió en esas horas del ocaso, con esa frondosa joroba verde.

Y es que no se veía posible, porque Madame Esperanza tenía afectos hacia ambos, combustible suficiente para que ambos vivieran perfectamente en una idílica triada de intercambio de fluidos en las noches, de momentos fugaces compartidos al amanecer, yuxtapuestos y casi utópicos (aunque `el no ignorante´ no conocía de utopías) y de Té de mirra y olivas en las tardes, aunque el sabor casi intragable de este no le permitiera a los tres ponerse de acuerdo sobre si era ´Sublimemente agridulce´ o ´Suavemente venenoso´.

Aquel anónimo, con insoportables temperaturas por el sopor de las enlodadas habitaciones de teja y asbesto, de sexo no plácido y neón, herido entonces de muerte sin saberlo, le daba a ella las mañanas más tibias que el Lord no le podía dar. Este, podía darle toda la seguridad empírica que la no confiabilidad y el no conocimiento podían otorgarle, llenándola de lisonjas vítores, de palabras planas llenas de pisos de cemento no pisado y de nubes de titanio.
Tanta seguridad no era fácil de ser sustituida por la suavidad acongojada que a la Madame le daba aquel anónimo, y es por eso que los tres ciegos se juntaban bajo una noche cómplice para unir sus cuerpos en medio de una nada elíptica que los llevaba al mismo ciclo infame de las colas de cerdo familiares. Aún así ella prefirió esa incestuosa relación entre lo surrealista y lo crédulo, abandonando para la vida la seguridad de lo tangible, para cambiarlo por lo que muchos llamarían `ridículamente hermoso´.

Se preguntará el incipiente ¿Por qué no dejar lo semblante y pasar a un plano superior donde sólo sea combustible lo insano y perecedero? ¿Por qué mantener a dos seres tan diametralmente opuestos confrontados noche a noche, cama a cama, en una lucha tan desigual? Ni ella lo sabía. Solo se sentía segura con la no partida del Lord, y a la vez sublime con la presencia de aquel que muchos le llaman aún ´El del nombre de caracteres mudos´.

Tonto, ¿No es así?, pero, ¿Cómo se le podía llamar a aquel sin partida de nacimiento, de quien todos hablaban pero cuyos tabúes les impedían nombrarlo? ¿Qué nombre poner a la lápida del ahora subyacente y siempre omnipresente? Ya no era importante, porque su ausencia le había dejado a aquel vaso frágil el alma cortada con hilos de seda, y los suspiros enlodados de sangre azul, como la muerte de aquel unicornio en brazos de la ninfa.

La no presencia del anónimo en el alma de la fémina, la hizo amante entregada al Lord , de ahora hasta el omega siempre fiel, de ahora en adelante siempre cauta, por la estupidez insana y masculina de creer en las utopías, por la inocencia abrupta y femenina de consentir a Ignorancia ser su dueño.

Si se hubiese ella permitido a sí misma no sucumbir a bajar pasiones, si hubiese elegido ser infeliz y casarse con la seguridad del Lord , al menos no hubiese dolido la muerte de aquel que no fue, y no se hubiese contagiado noche a noche de la fiebre de tomar un trozo de corazón y tragarlo con jarabe de anís. Si por el contrario, hubiese elegido la felicidad de lo para ella ilógico, y abandonar esa cálida sensación de seguridad, primero, él no hubiese pasado a un plano subterráneo y hoy vivieran en camas de vidrios rotos con sonrisas de asbesto en sus rostros. El inglés hubiese permitido para sí molestar a alguna otra alma, y aún las bajas pasiones hubiesen podido practicarse con algún transeúnte inocuo.

Pero ella tomó su decisión, y están ahí en Campo Deleble, en el mausoleo 332, dejando trozos de aquel a quien todos temen nombrar, pero todos coquetean con la idea de susurrarlo, más allá de los murmullos sobre la caída ácida de labios al mencionar fonéticamente su composición de caracteres, el anónimo, el de letras mudas, el no mencionable, pero omnipresente. Algunos en aquellos años mezquinos creían que era Dios, pero desecharon la idea al pensar que Dios no podía morir o peor aún, causar dolor. Es por eso que llora la dama en su tumba, por saber que no lo verá de nuevo, por pensar que siempre llevará un apellido anglosajón, por ser tan perfeccionista para acomodar las flores de la tumba, por no morir junto aquel que llenaba sus labios con su nombre.

Todos estaban desahuciados por evitarlo, por verlo leproso y con fiebre y por navegar por lo seguro de lo apático. Es por eso que siempre llevarían sus marcas indelebles en las frentes, perfumadas con el aroma a arce quemado y a ajenjo teñido de púrpura, como la lujuria de sus insípidos corazones, la que los llevo a vivir en triadas de confianza absurda, la que los llevó a andar por las calles deambulando como almas vivas, sin darse cuenta que se habían convertido en cadáveres danzantes y pálidos como hoja de arroz, sin percatarse que lo único que podía darles vida, había muerto en aquel plenilunio del treceavo mes.

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